En el vasto escenario de la política nacional, resulta evidente que lo que menos preocupa a la clase política es la gente. Aunque suene ingenuo, con el tiempo confirmo que en la toma de decisiones y la administración del poder, las personas son relegadas a un segundo plano. Stewart Udell, secretario del Interior de los Estados Unidos en la era de Kennedy, expresó: “Me temo que hemos confundido poder con grandeza”, y esta afirmación resuena en la encrucijada de la clase política mexicana, por no decir mundial.
A nivel global, representados por el Foro Económico Mundial, los líderes buscan dominar desde el ámbito económico, emitiendo declaraciones y propuestas que, aunque a menudo absurdas, buscan uniformar el pensamiento occidental. Este progresismo simplista se potencia permeando en la política mexicana con agendas como la 2030; esta vanguardia pseudo intelectual y política se inserta en el pensamiento mexicano, engañando con el pretexto del progreso, alimentado por intelectuales formados en realidades ajenas a la mexicana.
Se podría argumentar que la naturaleza de un pueblo no define su política, pero lamentablemente sí lo hace. Más allá de datos innegables y cuantificables, lo imposible de medir según estándares internacionales es la reacción del pueblo ante su realidad. Aunque pueda parecer incoherente, el caos latinoamericano actúa como un freno a ciertas normas de control universal.
México, país al que sin duda amo, es limitado y pequeño en su ejercicio crítico [como lo son sus funcionarios], dando prioridad a la fiesta sobre el pensamiento. La “fiesta de la democracia” se celebra bajo reglas que responden a un encierro más que a una apertura total. La reflexión surge al observar la lucha por el poder, que más parece una tragedia griega que una necesidad que potencie los intereses de la gente.
La carencia de grandeza en la clase política nacional es evidente, sin el más mínimo destello del adjetivo. Aunque reconozco que esto siempre ha sido así, como lo anticiparon Maquiavelo y Sun Tzu, no puedo dejar de expresar mi crítica desde la perspectiva de alguien que fue servidor público. En mi trayectoria opté por realizar acciones en beneficio de la gente, sin buscar reconocimientos o medallas. Mi motivación era puramente voluntaria y para servir a los demás, guiada por el deseo genuino de contribuir al bienestar colectivo. La realidad me lleva a cuestionar si la falta de grandeza es una característica inherente o una elección consciente de aquellos que detentan el poder en el seno del país… mediocridad, le llaman.
En esta fiesta, los mejores perfiles son irrelevantes, lo sabemos. Se eligen aquellos que pueden administrar los círculos del poder, algo que la gente carece sin darse cuenta de que, si lo desearan y supieran cómo usarlo, serían, si no invencibles, al menos escuchados [qué romántico]. En este momento, ni el presidente y su partido y candidatos ni la oposición merecen el voto de nadie, pues ese poder que ostentan no representa ninguna grandeza sino las vías de la cristalización de un capricho por el control, y así todos. La razón, en este sentido, es una moneda tan devaluada por ser maleable.
Amar el caos no implica abrazar la estupidez; y la mediocridad política en estados como Baja California, entre tantos otros del régimen actual, alcanza niveles absurdos, reflejados por una gobernadora que exhibe en redes sociales una fiesta a la cual el pueblo no puede asistir y recalco una fiesta metafísica a la que nadie está invitado sino a través del mundo digital donde las manos no sudan al saludar ni el humor de la gente mancha. ¿Y cómo podrían estar invitados si ella no está en su lugar? Así se encuentra el país en su conjunto. La verdadera fiesta de la democracia parece estar más allá del alcance de aquellos a quienes debería beneficiar.
Aplaudo y afirmo con sinceridad que la participación ciudadana, o como la denominan, está en franca caída libre, los universos electorales por conquistar son cada vez más ínfimos. Experimento cierta ternura al observar las campañas y las iniciativas privadas que buscan estimular el voto y promover la obtención de la credencial de elector sin ninguna otra estrategia que no sea: “es tu derecho”. Estos esfuerzos se asemejan a una bohemia trasnochada de una fiesta posible para todos.