Sencillo no es mirar atrás y reflejarse en aquellos días que marcaron nuestra existencia, pero son sacudidas tan intensas que cada detalle permanece en la memoria, nítido, imborrable
Son las tres de la mañana del primero de octubre de 1985.
Han pasado trece días desde el terremoto.
Los soldados te indican que puedes pasar; que ha sido autorizado tu ingreso a la zona cero.
Solo, sin acompañante alguno. Tienes prohibido hablar en voz alta y acelerar el pequeño auto, un Mirage del 79 que ronronea entre calles llenas de escombros. Avanzarás en ralentí por lo que quedó de la colonia Roma, cicatrices abiertas por doquier.
Hay aroma a muerte, a devastación.
Eres parte de las brigadas de auxilio que desde hace varios días se concentran en lo que antes fue la Glorieta Miravalle y desde 1980 la Plaza de las Cibeles, lugar que se ha convertido en un punto de recolección de víveres, cuando lo primordial es salvar la vida de los heridos, rescatar a los muertos. Sobrevivir y ayudar.
Dentro de la zona delimitada por el Ejército Mexicano y a la que nadie puede entrar de acuerdo con los protocolos del Plan DN-III, hay dos grupos de vecinos que no han querido abandonar sus edificios, y, organizados, nadie los pudo sacar. Ni el miedo.
Llevan días refugiados en una gran parte de la colonia en la que ni de tarde o de noche se escucha rumor alguno. Pueblo abandonado, golpeado por la fuerza natural de esta Tierra que palpita. Ruinas sobre ruinas.
Reacios a salir, se instalaron en tiendas de campaña en solares aledaños, o tomaron los lotes baldíos a la espera de soluciones por parte de las autoridades.
Tu encomienda será llevarles cobijas y algunos productos de despensa. Solo tú, y con la mayor discreción posible, pues entre la destrucción hay materiales encimados que amenazan con colapsar.
Tomarás la calle de Durango. Lento el paso, los ojos y los oídos aguzados.
Nada hay en el lúgubre camino, y la oscuridad la rompen las luces del auto al que has colocado una gran cruz amarilla en el cristal trasero, para identificar que eres parte del voluntariado. A tus 24 años, nunca habías escuchado tan nítidamente la perturbante palidez del silencio.
Y mas aún, nunca nadie te presentó al pavor.
Cuando das vuelta en Tonalá observas en lo alto de dos edificios cómo una enorme estructura de metal cruza de lado a lado de la acera, a unos 30 metros. Piensas que si se viniera abajo en segundos tu vida sería un número más de esta tragedia.
A unos ciento cincuenta metros de aquella trabe, la oyes caer. Es un sonido seco, estruendoso, que se multiplica como en ecos. Es sólo uno de los estertores del terremoto. La fragilidad de una ciudad avasallada. Sí, la viga cayó sin hacerte daño.
Te encuentras con los vecinos, entregas las cobijas, compartes impresiones, y te preguntan por los de afuera como si vivieran en un mundo distinto. Y reiteran que no se irán de ahí, que defenderán con sus vidas lo que les pertenece y está sepultado en lo que quedó de sus edificios.
Regresas a la Plaza de la Cibeles. Ronronea el Renault; suspiras.
Se conforta tu corazón solidario. Eres uno más entre los miles que se han entregado a las labores de rescate.
Vuelves de esa puerta al infierno en la que se convirtió esta zona de la ciudad de México el 19 de septiembre de 1985, cuando en el mundo se creía que la capital del país había desaparecido.
Un día eras joven, y al otro la tierra crujió bajo tus pies.
***
Dos años antes del terremoto:
Trabajas en un banco, y lo que escribes son cheques de caja, memorándums, fichas financieras en las que lo importante, lo primordial, son las cifras, no los acentos ni la ortografía. A la sintaxis ya tendrás tiempo de destrozarla. Corre mayo de 1983 e ingresas al unomásuno, el diario surgido de aquellos periodistas que, tras el golpe a Excélsior el 8 de julio de 1976, abandonaron la esquina de la información y fundaron, además, la revista Proceso.
Ese mayo la revista Science publica el descubrimiento del Virus de la Inmunodeficiencia Humana realizado por Luc Montagnier; se estrena El Retorno del Jedi, última película de la trilogía original de Star Wars, y en una nota escondida en la sección financiera descubres que han inventado al sustituto de los acetatos: el compact disc será realidad en poco tiempo.
Unas semanas más tarde eres parte del engranaje de una redacción, pero tu misión es traer los refrescos, preparar los escritorios de los reporteros, con papel revolución, papel carbón y la edición impresa del diario de hoy, además de arreglar el archivo fotográfico, entre otros menesteres.
No escribes nada, pero lees. Y el periodismo, sus alcances, sus efectos, sus riesgos, su pasión, se te meten en las venas.
De aquí soy, piensas por las tardes.
De mañana atiendes un mostrador en una sucursal bancaria. Y se te presenta una disyuntiva: la disipada vida de un empleado bancario… o el periodismo y la posibilidad de transmitir, emular a tus reporteros y escritores favoritos.
Porque nadie te lo ha dicho, pero en este momento solo eres un incipiente aprendiz de reportero.
***
17 de septiembre de 1985. 16:00 horas. Dos días antes:
Es martes y supiste que en Tepito ya venden los aparatos de CDs. Corres por uno.
Pero no.
Te asaltan.
Permaneces secuestrado unas horas a pesar de haberles entregado el dinero. Crees que no la salvas, pero sí.
Supones que nunca has sentido tanto miedo en tu vida.
Vuelves a casa.
Te acecha el significado del miedo.
***
18 de septiembre. La noche previa.
Siempre has vivido en la colonia Condesa. Hijo del conserje de un edificio de ocho pisos, en el último, junto al cuarto que alberga las máquinas de los elevadores, una pequeña bodega ha sido convertida, por ti y tus amigos, en un pequeño cuarto de diversiones.
Esa noche, después de un miércoles de coctel en el News, duermes en el “cuartito”.
Estás en la antesala del horror.
***
El terremoto.
A las siete con diez y siete minutos y cuarenta y siete segundos, el edificio se sacude, se bambolea de un lado otro. Es tan intenso y prolongado el movimiento, 8.1, que no alcanzas a vestirte, a pesar de varios intentos. Cuando el movimiento telúrico casi se detiene, Miguel, el ayudante de tu papá, un chico de 15 años, de Hidalgo, que jamás había sentido uno, sube hasta la azotea a avisarte que está temblando y baja los ocho pisos de escaleras a toda velocidad, empavorecido.
Sabes que algo grave ocurrió cuando ves que una parte de la fachada de Culiacán 40, hecha de grandes lozas de mármol, se vino abajo.
Enciendes el auto y te desplazas a la colonia La Moderna, para saber cómo están tus familiares, y tomas eje 4 Sur. Han pasado apenas 10 minutos del movimiento y todo parece normal.
Pero cuando cruzas Eje Lázaro Cárdenas, tus ojos se llenan de asombro: el edificio de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, la SCOP, se vino abajo. Los dos pisos superiores asemejan un pastel que cayó al piso.
Y una cuadra más adelante, en la colonia Ahorro Postal, la devastación: de uno y otro lado de la acera hay construcciones amorfas. Una en especial llama tu atención, acaso porque no está ni partida, ni en pedazos, ni rota de las esquinas, como otras que alcanzas a cubrir con la vista. Este edificio parece normal, pero no. ¿Qué le sucedió?, piensas.
Te toma unos segundos descubrirlo. Cayó paralelamente sobre la planta baja, sepultándola. Eso es lo que tiene este edificio: no tiene puerta de entrada, el balcón del primer piso terminó a ras del suelo.
Verás destrucción por donde mires.
Horas después recorrerás la ciudad y serás testigo.
Las calles se levantan en Plutarco Elías Calles. La gente se arremolina para ayudar en los multifamiliares Juárez, donde muchos colapsaron, Tlatelolco volvió a ser altar de sacrificios; La Alameda perdió a su Hotel Regis y a la inolvidable elegancia del Hotel del Prado, cuyo mural de Diego Rivera, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, aún permanece en tu memoria.
Álvaro Obregón e Insurgentes, para ti, será una de las zonas más apabulladas, compartiendo crédito con la Alameda y Tlatelolco.
Aprendiz de periodista, acompañas a tu jefe a reportear. El cronista consumado todo lo capta, todo lo ve, todo lo registra. En medio de la Alameda, en una zona en la que deambulan como perdidos los capitalinos, entre el dolor y el azoro, camina un invidente.
Tu jefe te dice que ahí está la nota. ¿Cómo lo percibe un ciego?
Se lo preguntamos.
Y su respuesta estremece:
–No sé lo que pasó, señor, pero lo siento. Lo huelo. Hay miedo, hay desazón, hay muerte. Yo vengo caminando desde Ciudad Nezahualcóyotl porque escuché que la ciudad había desaparecido y quise constatarlo por mí mismo. Nada veo pero sé que la ciudad se está muriendo.
Aunque el mayor movimiento telúrico que han sufrido los mexicanos fue el 3 de junio de 1932, la tragedia tiene un punto de referencia distinto: 19 de septiembre de 1985, el día que la ciudad se derrumbó intempestivamente.
Desastre para el museo del tiempo.
Esa mañana sucedió un milagro, el milagro de que los otros fuéramos nosotros mismos, al menos por unas horas. El terremoto fue más que todos y a todos nos hizo uno.
No es fácil observar a tu ciudad en ruinas y a sus hijos deambulando por las calles inundadas de silencio.
Esa tarde en la redacción se definirá tu destino. Ramón Márquez será el encargado de elaborar la crónica principal del diario de mañana. Tú colocas sobre escritorios apilados las, 30, 40, 50 crónicas que escribieron todos los reporteros, editores y trabajadores del periódico. Alberto Carbot, Francisco García Davish, Sergio Guzmán, Jorge Reyes Estrada, Raúl Correa, las grandes plumas.
Uno a uno irás pasando los textos que tu jefe te pida mientras confecciona lo que los lectores recibirán al día siguiente.
Descubrirás que el periodismo es pasión y adrenalina corriendo por las venas.
Queda lista la edición.
Quieres irte a dormir, pero no puedes.
Tronaron las ramas de los árboles, chocaron los cables de luz; eructó el asfalto y extraños ruidos se apoderaron de los edificios antes de caer destruídos en pedazos.
La muerte está en las calles, y algo hay que hacer para ayudar al otro.
Nunca como hoy te sientes tan mexicano.
Jueves, tremebundo jueves.
***
A treinta y seis horas del terremoto la pesadilla se repite.
Ese viernes acudes al banco, trabajas hasta tarde, antes de irte ráudo a la redacción.
Y vendrá el segundo movimiento.
Quizá más fuerte que el del día anterior.
Quizás con más crisis colectiva que aquel que despertó al horror 36 horas antes,
Quizá el que acabó con lo último lo que quedaba tímidamente sostenido.
Quizá con la ingenua posibilidad de que todo, absolutamente todo, fuera una pesadilla. Algo irreal. Que al abrir los ojos las calles oscuras alojaran, nuevamente, autos en movimiento, los restaurantes rebosando de clientes, risas y murmullos.
Pero no.
Hay pena, luto, dolor. Incertidumbre.
No, aquello no tiene sino un solo nombre, devastación.
Y no es un sueño.
***
29 de septiembre de 1985.
Cómo olvidarlo. Ese día firmaste tu renuncia al banco. Entre los edificios colapsados, y muy cerca de las fábricas de hilados, donde cientos de costureras perdieron la vida, aplastadas por las lozas pero también por la corrupción y la avaricia, cayó el edificio que albergaba las computadoras del Banco Mercantil de México, en avenida Xocongo.
Así que todo el proceso de cierre en la sucursal (Tecamachalco) donde trabajabas, se retrasaba hasta las siete de la noche y tú entrabas al periódico a las cuatro, así que: o el banco o el periódico.
No se diga más.
En esos mismos días dejaste el seno familiar. Te independizaste.
Fue tan grande la sacudida ese 19 de septiembre que un mes después no te reconocías.
Un día eres joven, y al otro la tierra cruje bajo tus pies.
***
Treinta y tres años después:
Septiembre de 2018.
Faltan unos días para la doble conmemoración y tendrás como encargo la crónica de cómo transitaste por esos aciagos días.
Te sumergirás en los recuerdos, escarbarás en la memoria y traerás al presente los temores, la valentía, la solidaridad, los cambios que esos sismos trajeron a tu existencia; te enorgullecerá reconocer al México que resurge bondadoso cada vez que la tierra palpita estrepitosamente.
Serás testigo, también, lo cierta que es aquella frase mil veces escuchada:
“Recordar es vivir”.
Aunque cuando se trate de voltear a ver los escombros, y enumerar las cicatrices, recordar sea también morir de a poco.
Trabajo especial Excélsior
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