La historia de Goyita, la de su madre y la de su abuela, son el reflejo de la violencia en la que viven las mujeres en México desde hace más de 20 siglos
Gregoria nunca conoció a su padre, él abandonó a su mamá cuando se enteró que estaba embarazada. Ese, señala ella, fue el inicio de una vida de abusos, maltratos y abandonos que en gran parte se han derivado por el hecho de ser mujer.
Al verse abandonada, la madre de Goyita -como cariñosamente la llaman sus tres hijas- se arrojó al alcoholismo, en parte por la decepción amorosa, en parte porque la sociedad, cruel verdugo para las mujeres, la estigmatizó como “perdida”, como una “mula de acarrear pancita”.
“Eran otros tiempos”, justifica Gregoria que ahora tiene 71 años, “mi padre simplemente la botó y se fue con la que era su esposa. Cuando yo nací mi mamá tenía 25 años y era una teporochita, una mujer muy guapa tirada al vicio, finalmente murió a los 27 años. Por ella yo tuve hepatitis de muy bebé, me la contagió al nacer y ahora no puedo tomar una gota de alcohol”, narra.
La familia de Luz María, madre de Goyita, al enterarse que su hija había dado el “mal paso” la condenó, la abandonó a su suerte, por lo que la joven mujer terminó dando tumbos en el arrollo social hasta que conoció a Alfonso, un peluquero de Oaxaca que se enamoró de ella y que la intentó rescatar de su alcoholismo.
“Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Yo tengo un vago recuerdo de cuando falleció, me tenía abrazada, estábamos tirados en el suelo sobre unas cajas de cartón. De momento escuché a mi papá decirle: ‘Lucha tapa a la niña que está haciendo frío’, pero mi mamá ya había relajado los brazos. Murió abrazada a mí“, cuenta la septuagenaria mujer con lágrimas en los ojos.
Aunque todo mundo cree que un persona de esa edad no puede tener tan frescos los recuerdos, Goyita cuenta con una memoria prodigiosa, especialmente cuando narra los múltiples abusos vividos durante su niñez.
Tras la muerte de su madre, Alfonso la acogió como su hija y la llevó a su lado pese a no tener dónde vivir.
“Mi papá me llevó entonces con mi abuela materna, pero la señora era una mujer muy reacia, me maltrataba mucho, golpes, insultos, me dejaba sin comer y cada que podía me señalaba que yo era producto del ‘pecado’ y que acabaría como mi madre, como una ‘mula de acarrear pancita’.
Un día me enteré que todos mis tíos llevaban apellidos diferentes y le pregunté a una parienta por qué: ‘tu abuela fue soldadera y cada que andaba en la bola le mataban al marido, y como ya traía chamacos que alimentar, pues en la mañana enterraba a uno y por la noche tenía que conseguir otro para poder comer‘.
La siguiente vez que la señora me maltrató y que me dijo que yo iba a acabar de puta como mi mamá, le contesté ‘Y usted de qué se espanta vieja méndiga, si cada uno de sus hijos tiene un padre diferente, no seré más puta que usted’. Ahí acabó la relación con la familia de mi mamá”, cuenta Gregoria un poco entre risas, un poco entre tristeza.
La historia de Goyita, como la de su madre, como la de su abuela, no son más que el reflejo de la violencia en la que han vivido las mujeres en México desde hace más de 20 siglos, una violencia que las condena a vivir a expensas de cuidar el qué dirán, de ser utilizadas por los varones, nulizadas por la sociedad, abandonadas por la familia, repudiadas entre ellas mismas.
Del padre biológico de Goyita nunca se supo nada, Alfonso se convirtió en su refugio, el hombre que sin ser nada le dio su apellido y lo poco -o nada-que tuvo.
“Mi papá se juntó con una mujer llamada Tula, era una hija de la chingada, yo nunca entendí por qué se juntó con ella hasta que un día estábamos sentados comiendo migajas de pan en la banqueta, lo comprendí: No sabía cómo criar a una niña y pensaba que ella podría ayudarlo”, indica.
Tula se dedicaba a la brujería, oriunda de Veracruz, la mujer realizaba trabajos de magia negra y utilizaba a Gregoria como la “inocencia” que debía estar en todos sus trabajos oscuros.
“Cuando tenía que hacer algo se encerraba en su cuarto y me dejaba afuera de la puerta sentada junto a una cubeta con agua y una gallina, según ella cerraba círculos y yo era la inocencia, pero imagínate toda la noche velando pues me ganaba el sueño y una vez la “inocencia” se cayó de cabeza a la cubeta con agua.
Al día siguiente Tula me puso una chinga de aquellas porque a ella los ‘espíritus’ se la habían jodido por no cerrar bien el círculo”, comparte.
El cuerpo de Goyita cuenta con múltiples marcas de una niña maltratada, bajo su costilla izquierda tiene la quemadura de un puro que Tula le apagó por comerse un pan si permiso, la planta de sus pies tiene zurcos de cortadas de cuando le aventó un vaso y quiso correr para protegerse, o el hundimiento de su brazo que es producto de una dislocación.
En más de una vez Tula intentó vender y regalar a Goyita a extraños, quien desde los siete años de edad tuvo que trabajar en la calle recogiendo basura, juntando latas, ayudando en las cocinas o en las casas de la gente rica de la Roma.
Al llegar a la adolescencia los peligros para la jovencita se incrementaron, no importaba si era una belleza o no, en más de una ocasión tuvo que defenderse de los patrones o de sus hijos “manos largas” que la llegaron a tocar, así fue que el carácter de la mujer paulatinamente se arreció.
Bronca y arrebatada Goya se volvió desconfiada hacia todos, especialmente hacia los hombres, que al ver la circunstancia de vulnerabilidad de la joven trataban de sacar algún tipo de ventaja, especialmente sexual.
“Si yo no fui violada fue porque Dios me cuidó mucho, pero sí tocada por muchos cabrones en varias ocasiones, ya sea que fueran mis jefes, “amigos” o familiares, los hombres son unos perros que arrebatan lo que no les pertenece”, dice molesta.
La historia de Goyita no dista mucho de otras que como ella, tuvieron que sobreponerse a un entorno violento y discriminatorio para una mujer. Un entorno en donde ser mujer implica un doble reto en ambientes de pobreza, un triple peligro en situaciones de abandono, una cuarta desgracia en regiones rurales indígenas, una quinta limitante si no hay opciones de educación.
“Cuando me casé y quedé embarazada yo siempre tuve claro que no quería tener varones, siempre me han gustado las niñas”, dice la anciana mujer que fue abandonada por su marido por no haberle dado un hombre, y que logró darle carrera universitaria a sus tres hijas como madre soltera.
“Yo me levanté del arrollo social pese a que ser mujer, ser niña fue el inicio de mis males, pero siempre he creído que las mujeres somos el pinche ombligo de la luna“, finaliza sonriendo para sí, sonriendo para todos los que conocen su historia pues tienen una similiar en su familia, dentro de un México en el que abandonar y violentar mujeres es algo de lo más normal.
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