Entonces, leemos. El proceso que nos lleva a seleccionar el libro, aunque es casi instantáneo, requiere una lectura profunda de nosotros. Ponemos en una balanza todo lo que el libro nos dice que es, por su portada, título, el autor, el resumen del texto e incluso sus acabados, y del otro nuestros conocimientos previos de lo que es la lectura para nosotros y tomamos una decisión de compra o de lectura.
Y eso, lo que es la lectura para nosotros, proviene de muchas fuentes. No es algo que se enseña, sino algo que se transmite de manera indirecta y, en esa transmisión indirecta es donde realmente está el meollo del asunto y su verdad.
Si vemos a gente que lee, querremos sin dudar repetir lo que ellos hacen, si escuchamos a gente hablar con entusiasmo de un libro, sin duda en algún momento vamos a querer repetir esa experiencia, si oímos de la emoción que dan los libros de manera casi accidental, iremos construyendo, en la suma de estas llamadas, una idea: que leer es bueno, que leer es algo interesante, que los libros nos pueden emocionar o bien, todo lo contrario: que leer es malo, que leer es aburrido, que leer es una pérdida de tiempo.
Y pueden ser ambas cosas, porque al final, la única razón que tenemos para volvernos lectores parte del entorno. En sitios donde no hay alicientes para ver los actos lectores de los otros, no existirá un espacio para el libro, como sí lo habrá en aquellos donde se vea que la gente lee.
A menudo, el estado, para decir que cumple con su papel como transformadora de lo social, cree que poner bibliotecas o regalar libros es su función, pero de qué sirve si nadie interactúa con esos libros que se regalan o esas bibliotecas que se fundan. El acto leer, la formación de lectores parte de la imitación y nada más.
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Hace tiempo, en un libro cuyo título ya olvidé, pero cuyo contenido no, leí una historia que puede sostener lo que he escrito con anterioridad. En una provincia de Argentina, una maestra invitó a unos alumnos, que no habían tenido nunca contacto con los libros, para que asistieran a un club de lectura que impartiría.
El sitio era una bodega abandonada, en una zona periférica de Buenos Aires, ahí donde no había bibliotecas ni alicientes para la lectura. Estos chicos, que no habían tenido un acercamiento real con lo literario, llegaron puntuales a la cita, con una libreta bajo el brazo y plumas para escribir.
¿Cómo es que ellos habían decidido que ir a club de lectura requería que llegaran con libreta y pluma? La promotora de lectura no lo sabía, pero aquello le llamó la atención. Y claro, al preguntar si sus padres los habían obligado a ir con eso, los chicos les respondieron que no, que ellos no habían dado ninguna indicación, pero que ellos -los chicos y chicas-, sabían que los necesitarían.
Uno puede dar por sentado que es una tontería esto, ¡claro que para leer se necesita una libreta y una pluma!, pero eso lo pensamos ya ahora, que hemos tenido muchos estímulos de lectura y de aprendizaje, pero en una edad temprana, ¿dónde se aprende?
Solo por imitación, solo por oídas, solo por representación de los actos lectores de nuestra comunidad, empezando por la primera que nos forma, la familia.
Muchos lectores que conozco, se volvieron tales porque, de niños, vieron que alguien más leía, que alguien más sostenía un libro, que alguien más hablaba de lo que leía con satisfacción, con alegría.
Así, ese acto mínimo, personal, interno, que es leer, aunque fuera hecho sin ningún afán de exhibicionismo, se volvía un hecho social. ¡Cuánta gente, por ejemplo, se vuelve lectora por ver que otros leen en el autobús o el metro!
En cierta ocasión, cuando inicié mi hasta ahora única lectura de El Quijote, mientras iba en el metro solté un carcajada ante una escena en particular en donde mantean al bueno de Sancho. Una señora, que iba frente a mí, tuvo el valor de preguntarme si ese libro, que todo mundo le había dicho que era IMPORTANTE y ABURRIDO, era también divertido. Le dije que sí, o que, al menos, me había hecho reír. Me prometió que lo buscaría.
¿Quién sabe si lo habrá hecho? Lo más probable es que no, pero al menos esa mañana tuvo una nueva posibilidad de lectura que se anidó en ella y puede que, como la memoria, alguna vez, cuando le pregunten sobre El Quijote -si se lo preguntan claro está-, diga que es también un libro divertido y no tan serio. Y puede que tal vez solo diga eso… y puede que quien la escuche, a lo mejor sí le dé una oportunidad… porque eso somos: lectores en cadena, lectores no atados al tiempo y el espacio, sino a los actos lectores de los otros que nos forman casi, desde lo silvestre, casi por accidente, casi sin querer.
Antonio Ramos Revillas
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