La tradición de poner una ofrenda no es propiamente mexica. Estas creencias y festejos a los muertos ya eran conocidas de los españoles
Eduardo Matos Moctezuma menciona en su obra Miccaihuitl: el culto a la muerte, que “Durante el horizonte Preclásico (1800–200 A.C.) se ve ya un culto a los muertos muy elaborado.
Según indica, en sitios como Tlatilco, Cuicuilco, Tlapacoya y Copilco, en el centro de México, se han encontrado gran cantidad de entierros a los que se acompañan con ofrendas.
“Especialmente objetos de barro, entre los que se incluyen diversos tipos de vasijas, figurillas y máscaras, que nos dan una idea sobre la creencia que en otra vida tuvieron esos grupos étnicos”, agrega
En este contexto, Alfonso Caso, en su libro Los calendarios prehispánicos, apunta que entre los antiguos habitantes de Mesoamérica solían realizarse solemnes rogativas a sus deidades tutelares; en especial durante el mes noveno, llamado miccaihuitontli, que se traduce como “pequeña fiesta de los muertos”.
Esta festividad correspondería a lo que para nosotros son los últimos días del mes de octubre y los primeros del mes de noviembre, tiempo éste en el que para ellos se celebraba la venida de los dioses.
En esa fecha, los pueblos prehispánicos de Mesoamérica suponían que para llegar a Mictlán (el reino de los difuntos, donde reina Mictlantecuhtli, al lado de su consorte Mictlancihuatl, la diosa de la muerte), debían cruzar el río Chiconahuapan; lo que hacían auxiliados de un perro xoloitzcuintle, según apunta Alfonso Caso, en su libro La religión de los aztecas.
Sin embargo, la tradición de poner una ofrenda no es propiamente mexica. Estas creencias y festejos a los muertos ya eran conocidas de los españoles. En Cantabria y en Asturias, por sólo mencionar dos regiones hispanas, eran comunes esas festividades en memoria de los muertos; herencia de las costumbres celtíberas.
En la Nueva España, a partir del siglo XVI, los misioneros fueron los encargados de amalgamar esos hábitos y costumbres. Así, la forma externa más común de recordar a los seres queridos que emprendieron el viaje al más allá fue la ofrenda, o Altar de Muertos.
Amando Farga, en su libro Historia de la comida en México, señala que la costumbre de colocar un altar a los muertos se remonta al año 1563; momento en que el beato Sebastián de Aparicio instituyó estos festejos en la Hacienda de Careaga, en las proximidades de Azcapotzalco.
“Encontrando esta costumbre, que se venía practicando desde antiguo en otros lugares del mundo, fácil eco entre los indios, quienes consideraban que, de alguna manera, había que honrar a sus difuntos, siendo hechas estas ofrendas a base de los productos y comidas de la preferencia de los desaparecidos”, apunta Farga
De acuerdo con lo que se instruyó, el día primero de noviembre se recuerda a “los muertos chiquitos”; y para ello se hacen ofrendas en las cuales hay abundancia de atole de leche y de pan “de muertos”.
Ya al día siguiente, señala Farga, se hace un adorno más elaborado y vistoso, con profusión de velas, flores, y diversos alimentos; tales como tamales, mole, dulces, a más de bebidas de todo tipo: pulque, aguardiente y cerveza.
Cabe agregar que la investigadora Virginia Rodríguez Rivera asienta en su libro La comida en el México antiguo y moderno, que en Milpa Alta le informaron, en 1945, que “solamente a los tres días de haber sido montada la ofrenda pueden comer los familiares estos alimentos, a los que, según la creencia popular, ya les falta la sustancia, pues la absorbieron los seres del más allá”
En el Altar de Muertos son colocados diversos alimentos y bebidas, ya que se piensa que en esos días, especialmente el 2 de noviembre, vienen las almas a comer los guisos que eran de su agrado durante su vida terrenal.
De ahí que no falte en esa ofrenda, presidida por la fotografía de la persona a recordar, que ha sido adornada por un ramo de aromáticas flores amarillas de cempasúchil, “”consideradas ya (como lo asienta Paul Westheim, en su obra La calavera), en el México prehispánico como flores de muertos””.
Actualmente, se adorna con vistosas y policromas guirnaldas de papel de china, en las cuales hay diversos platillos, como atole y tamales, chocolate y pan llamado “de muertos”, calabaza en tacha, mole salpicado de ajonjolí, frijoles.
También hay bebidas como pulque, cerveza y tequila; sin que falte una cajetilla de cigarros y una jarra de barro con agua. Igualmente, es común colocar un incensario de barro negro vidriado que contiene copal, para que el aromático incienso prehispánico atraiga más fácilmente el espíritu de los seres queridos, a quienes de esta manera están honrando sus deudos.
La comida de los difuntos
Formalmente, la única comida para los muertos realizada por mexicas era la comida ritual tlacatlacualli. De acuerdo con la Crónica Mexicana de Don Hernando Alvarado Tezozomoc, hablamos de la que las esposas de los soldados en guerra presentaban a las efigies de los dioses de los oratorios de barrio, para pedir el regreso de sus esposos.
También se referencia a la comida ritual que se ofrecía a los bultos que representaban a los guerreros que habían muerto en el campo de batalla o sacrificados en tierra extranjera (Alvarado Tezozomoc, 2001 : 237).
Esta tipología de comida estaba representada por las tortillas y gusanos llamados xonecuilli y las tortillas en forma de mariposa, las papalotlaxcalli.
Acabado esto, házenles de almorzar a los dioses o demonios, hazen unas tortillas blancas grandes (que) llaman papalotlaxcalli, y gusanos de magués (en) salmuera, tostados (en) comales, (que) llaman xonecuilin y meccuilli,(Alvarado Tezozomoc, 2001 : 331)
Según las fuentes escritas, los destinatarios de estas ofrendas eran Xochipilli, los Tlaloques y las Mujeres divinas Cihuapipiltin. Las descripciones de los rituales funerarios proporcionadas por Alvarado Tezozomoc apuntan que las papalotlaxcalli y xonecuiltlaxcalli eran de gran tamaño y que se ofrendaban en los calpulcos cada quatro días.
Xonecuilli era también el nombre de los pequeños gusanos del maguey que se preparaban en salmuera y se tostaban en el comal.
Luego los gusanos se presentaban a los dioses calpultéotl y a las efigies de los difuntos heroicos. No se sabe cuál era el destino de las ofrendas presentadas a los dioses mencionados; pero sí que la comida para los difuntos se quemaba, junto con la ropa que les había pertenecido :
“Y acabado esto a cabo de çinco días hazían conbite en nombre de los muertos, (que) llaman quixocoqualia, haziéndoles ofrenda en sacrifiçio çentzontlacualli y tlacatlacualli […] con tortas muy anchas <que> llaman papalotlacualli […] Con esto les queman a los difuntos en público toda la rropa” (Alvarado Tezozomoc, 2001 : 129)
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En detalle, las Cihuapipiltin y los Tlaloques, a quienes se ofrecían los alimentos en forma de mariposa y de rayo, eran, a su vez, difuntos divinizados. Las Cihuapipiltin eran las mujeres muertas en el parto, que acompañaban al astro diurno en su recorrido desde el mediodía hasta el atardecer (Sahagún, 1950-1982, Libro 6 : 163).
Los Tlaloques, en cambio, contaban, entre sus escoltas, con los individuos que habían muertos ahogados; por culpa del ahuítzotl o porqué poseían piedras de jade, el alma de los espiritus del agua (Sahagún, 1950-1982, Libro 3 : 7 ; Libro 11 : 69).
La ceremonia funeraria de estos individuos tenía la finalidad de convertirlos en Tlaloques, una especie de dioses. Se aplicaba ollin líquido y masa de granos de amaranto en sus rostros; también pequeñas representaciones de los dioses de las montañas se colocaban en frente de los difuntos.
Además, éstos se enterraban cerca de las Ayauhcalli; es decir, entradas al Tlalócan (Sahagún, 1950-1982, Libro 3 : 47 ; Dupey García 2010, vol. 2 : 440 ; Mazzetto, 2012 : 288-293).
Respecto a Xochipilli, hay que subrayar sus evidentes atributos solares, como, por ejemplo, la pintura corporal roja, el escudo y las sandalias solares, las plumas de espátula rosada.
También constituía la entidad sobrenatural que a menudo representaba al compañero masculino de las mujeres divinas, es decir, un dios Macuilli, prototipo de los difuntos heroicos (Seler, 1963, vol. 2 : 76 ; Graulich, 1999 : 238).
La referencia a las mariposas y al rayo que cae del cielo es una alusión directa no solamente al destino post-mortem de los individuos fallecidos; sino también a la dimensión guerrera y astral de estos difuntos.
En este contexto, se creía que las almas de los guerreros muertos se transformaban en mariposas y en pájaros de plumas ricas cuatro años después de su fallecimiento (Sahagún, 1950-1982, Libro 3 : 49 ; Libro 6 : 163).
Un último elemento interesante que podemos destacar es el simbolismo del destino de esas ofrendas. La destrucción por el fuego representaba, a la vez, una alusión al ritual de cremación de los guerreros muertos y una representación de la naturaleza ígnea de los elementos que componían el depósito ritual. La mariposa y el rayo, de hecho, eran símbolos sobresalientes del fuego celeste.
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CAB