Me agradan las pinturas de gente leyendo. Son un raro registro de una de las actividades poco bien valoradas del mundo contemporáneo: la lectura por placer. Pocos la ejercen. Muchos la denostan. Pocos la entienden cuando la mayoría ha hecho del acto de leer un ejercicio de realización: para aprender, para ser parte de algo, para enseñar a otros.
La lectura no ha escapado a eso que el filósofo japonés Byung-Chul Han esgrime de obligarnos a ser alguien y a ponernos metas para demostrar que avanzamos o que somos lectores. Así, tenemos conteos: cuántos libros lees al año, cuáles son los mejores, cuántas novelas de autoras hay que leer, hasta esas competencias de terminar la obra de un escritor o escritora en determinado tiempo.
Ya no leemos porque sí. Leemos para demostrar y exhibir que leemos. Goodreads es un claro ejemplo de todo lo malo que hay en la lectura contemporánea y los booktubers están un escalón un poco más debajo de esto cuando convierten la lectura en un acto de starlette.
Por eso, me da nostalgia cuando la gente se abandonaba al libro, aislado del mundo, sin mayor pretensión intelectual o sensual que leer. En los cuadros que me agradan, la mayoría de quienes leen se encuentra solos. No existe el lector en la muchedumbre ni en los cafés, aunque los hay. No. Casi todos se encuentran apartados del mundo, en donde solo existe la emoción silenciosa de quien lee.
¿Cómo se emociona un lector? Yves-Bonnefoy dice que, aquel momento cuando leemos con la cabeza en alto es un ejemplo de ello: puesto que la historia nos ha expulsado de ella pero nos ha llevado al carril de la ensoñación, en donde parte de la ficción se parece tanto a algo que hemos vivido y la continuamos con el recuerdo que se enreda y así, con la cabeza en alto como quien atisba el horizonte, nos leemos.
No todas las emociones, claro, nos llevan a ese punto, y sin embargo todas son válidas porque representan el arrebato y este ocurre con nuestro permiso. Es decir, nosotros hemos permitido que el libro nos secuestre, hemos hecho un pacto con el autor cuando tras, las primeras páginas, hemos decidido que está bien, que la prosa es adecuada, que los personajes nos dicen cosas interesantes, que hay un mundo qué explorar, que hay algo ahí que nos representa. A la gente le da gusto hablar de los multiversos y los buscan muy lejos, en el cine, cuando están cerca, frente a cada libro que levantamos habita un yo distinto que hemos de encontrar.
Y, en este pacto que hacemos, decidimos creer para ver si con la lectura se cumple un hechizo: uno que detenga el tiempo, uno que nos permita ser otros, uno que nos deje pasar la vida propia por las otras como sin pedir nada a cambio, pero arrebatándole todo y, en el trayecto, quien sabe, pero puede que dejándonos a la deriva en una recuerdo que ese día no pensábamos visitar o una enseñanza o idea que, de tan clara para nosotros, no queremos compartir con nadie. Es solo nuestra. Nadie la entendería. Y entonces, quien lee se siente como lo que es: un ladrón de otras vidas.
Y después lo guarda para sí con el mejor regalo que le podemos hacer a un libro: el silencio. Por supuesto, habrá cosas que compartiremos, pero lo esencial es se oculta al debate.
Por eso me agradan los cuadros de gente que lee. Creo que, lejos de la estridencia del mundo contemporáneo y las redes sociales, esos, que leían, sabían que una buena dosis de los libros no podían compartirse, e incluso, no debían de recomendarse. No porque fueran malos, para nada, sino porque, como he dicho anteriormente, ¿cómo iban a poder leerlos otros si sólo a mí me pudieron decir tal cosa?
Eso, escribo, que piensa, por ejemplo, la mujer que lee en La novela nueva, de Winslow Homer, en el que una chica, recostada sobre la brizna, con la cabeza sobre un atado de ropa, lee. No tiene qué salir a comentar la lectura, no tiene qué poner un post sobre ello ni hacer un video ni ponerle una estrellita en una página social. Solo lee. Y parece que está a punto de encontrar el eureka que la emocione. Si la miramos bien, casi podríamos jurar que está por despegar los ojos de las líneas y mirarnos tiernamente aunque no sea a nosotros a quien observa. Aunque luego solo haga mutis y siga con la lectura sin contarnos, nunca su hallazgo.