De haber sabido que era mi último día me hubiera reportado enferma para quedarme en casa y pasear con mis hijos…
El día que desaparecí amanecí cansada. Mi hija había tenido fiebre toda la noche y estuve levantándome constantemente para tomarle la temperatura.
De haber sabido que iba a ser la última noche a su lado la hubiera cobijado entre mis brazos, oliendo su cabecita y apretándola suavemente contra mi pecho, en lugar de destaparla y alejarla de mí para que no incrementara su calor corporal con el mío.
El día que desaparecí desperté tarde. Aletargada por la falta de sueño, me di una ducha rápida con agua casi fría para poder despertar, tomé café rápidamente y me vestí tropezadamente.
De haber sabido que era mi último día me hubiera tomado el tiempo para disfrutar del agua caliente, consentir a mi cuerpo y disfrutar de ese sabor a grano tostado pasando por mi boca.
Hubiera escogido una ropa menos “llamativa” que quizá me hubiera salvado la vida, pues el pantalón negro, la blusa azul floreada de manga tres cuartos y las zapatillas azules que me regaló mi hermana en mi cumpleaños, no me trajeron suerte, y hoy son las prendas con las que pudieron identificarme.
El día que desaparecí me apresuré a llevar a mis hijos a la guardería, urgía mi presencia en la oficina, así que dándoles leche y galletas les puse la ropa que había preparado la noche anterior y salimos presurosos de casa para tomar el transporte público.
Si tan sólo alguien me hubiera advertido sobre cómo terminaría mi día, probablemente me habría reportado enferma para quedarme en casa y pasear con mis hijos, reírnos hasta que nos dolieran las mejillas y prepararles aquella sopita que mi hijo tanto me alababa.
El día que desaparecí me quejé con mis compañeros de trabajo sobre lo inestable del clima, acompañé a Margarita a comprar un bocadillo para el desayuno y me senté a contestar correos y preparar proyecciones de venta.
Había sido una semana poco productiva en ventas así que iba a tener que quedarme horas extras para poder juntar para la renta. Llamé a mi mamá y le pedí que recogiera a los niños pues saldría hasta las 8 de la oficina.
De haber sabido que sería la última ocasión que me verían con vida le habría dicho a Mago que nos tomáramos más tiempo para escuchar lo que le había dicho el médico de esa biopsia, habría pospuesto la entrega de la proyección y habría tomado mi hora de comida para caminar entre las jacarandas del parque frente a la automotriz sólo para sentir la frescura de la tarde.
La última vez que alguien supo de mí fue mi hermana a quien le contesté con un sticker la pregunta “¿Ya vienes? Sarita pregunta por tí”.
Eran las 9.13 de la noche y en la solitaria parada del camión esperaba el transporte que me dejaría a cinco cuadras de mi casa, pero demoraba demasiado y me animé a tomar un taxi cansada del día, ansiosa por volver a casa y poder recostarme a descansar.
El día que desaparecí estaba a 50 kilómetros de llegar a casa cuando el conductor apagó las luces internas del automóvil y viró en un calle que yo no conocía.
Sentí cómo el corazón se me salía y con el teléfono en mano intenté llamar a mi casa, pero rápidamente un frenón en seco provocó que me golpeara la cabeza contra el respaldo y en menos de dos segundos un tipo subió por la parte trasera y me sometió con un cuchillo en el cuello.
Los minutos se hicieron tan largos mientras yo pensaba en mi madre, en mi hermana y mis hijos, que dejé de escuchar lo que el hombre que me amagaba le decía al chofer para que girara, y comencé a sentir cómo metía su mano entre mi blusa al mismo tiempo que apretaba mi cuello.
Mi cuerpo temblaba mientras les pedía que tomaran todo lo que tenía en la bolsa, que le daba mis tarjetas y contraseñas, mi celular y mi cadena, pero que no me hicieran daño.
Sus palabras huecas diciendo “Ya valiste madre, muñequita” se perdían en mis oídos que sólo proyectaban las palpitaciones de mi corazón.
El taxi se detuvo tras media hora de recorrer calles de la ciudad y fue cuando el fin de mi vida llegó.
Contrario a lo que muchos podrían pensar los últimos 15 minutos de mi existencia en los que intenté defenderme, gritar, patear, morder, rasguñar… ocurrieron tan rápidos que apenas los pude contabilizar en medio de los puñetazos, navajazos y cortes que me hicieron por resistirme a ser violada, a ser bajada del carro y oponer resistencia a mi propia muerte a pesar de tener 45 puñaladas en el cuerpo.
Tirada en el lote baldío, entre la maleza y la basura, lo último que mis oídos escucharon fue “pinche puta pendeja, me mordió la cabrona”, mientras el motor del vehículo arrancaba.
Después… después solo vino oscuridad y frío, mi cuerpo alcanzó a derramar una última lágrima al recordar a mis hijos y mi madre, y tras pensar “perdón”, mi cuerpo dejó de respirar.
Ahora estoy aquí, de pie junto a Claudia, tomando de la mano a Josefa que tiene en brazos a Saraí; ellas y otras 457 mujeres estamos aquí, esperando en primera fila desde el limbo el momento en que nuestra voz se escuche, esperando que haya justicia por nuestros asesinatos.
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