Era un lunes pasadas las 22:30 horas, alrededor de 20 mil espectadores entre niños, adolescentes y adultos se disponían a regresar a casa luego de presenciar el concierto de la artista pop Ariana Grande. El ambiente, el usual. Niñas emocionadas por haber visto a su ídolo y algunas decenas de padres abnegados haciéndoles compañía o esperando fuera del ManchesterArena para recoger a sus hijos y conocer qué tan gratificante había sido la experiencia.
Y de pronto, como pasa en estos casos, todo cambió. Una explosión afuera del recibo cambió el semblante de miles de espectadores que veían con miedo a cientos de personas correr, algunas heridas y otras tantas llevando personas a cuestas. Algo malo había pasado, pero nadie sabía qué. Minutos después, el llanto y los gritos se escondían en la estridencia de las sirenas de ambulancias y patrullas. Dentro y fuera reinaba el caos mientras que el mundo se enteraba de un atentado terrorista (confirmado horas después) que nuevamente pegaba al ReinoUnido, el peor desde 2005. Tiempo después, las cifras que muchos periodistas buscamos, deseando que no haya nota: hasta el momento 22 muertos, entre ellos niños y 59 heridos, producto de la explosión de un tipo identificado como Salman Abedi que a sus 22 años decidió cambiarle la vida a cientos y morir en la travesía.
Pero, ¿qué tiene de diferente este atentado a los habituales que vemos en diversos medios de comunicación? Que este ataque le pegó a un sector con el cual estamos estrechamente ligados: niños y jóvenes amantes de la música que habían visto hasta ahora la posibilidad del terrorismo como un hecho muy lejano a su vida cotidiana.
Si bien Inglaterra es primer mundo, en nuestro México hay un importante sector que tiene acceso a la música de esta artista. Se puede dar el lujo de asistir a sus conciertos y no vive una realidad tan separada de la británica en las redes sociales que ayudan a nutrir los casi 46 millones de seguidores en Twitter de Ariana Grande o los más de 106 millones en Instagram.
Este atentando nos pega porque vimos a niños como los nuestros ir deambulando con ojos de terror por el recinto en Manchester. Miradas de pequeños que mostraban incredulidad, con pensamientos que buscaban soluciones a lo que estaban viviendo. En un escenario que no era el habitual, una ciudad destruida de Siria o la desolación en Afganistán donde pareciera que un niño en igualdad de circunstancias no la está viviendo tan mal como pensamos.
El lunes el mundo volvió a cambiar. De la misma forma en que cambió después del atentado de Niza que nos dejó ver que no hay que disparar un arma para sembrar el terror, cuando un camión se abalanzó hacia una multitud. A partir de ahora, cientos de personas tendrán a esta niña cantante como una referencia del terrorismo y miles de padres la pensaremos dos veces antes de dejar ir a nuestros hijos a un concierto, pues si bien el hecho ocurrió en la periferia del recinto, antes de los cordones de seguridad, nos han dejado ver que el terrorismo ha sobrepasado la barrera hacia un sector.
Dicen que el éxito del terrorismo no está en el ataque, sino en la incertidumbre que crea en la población. Y al menos durante estos días habrán vencido en ese sentido.
¿Qué hacer? La pregunta del millón. Cambiar, tal vez. Entender que la diferencia entre un niño sirio de 3 años que despierta en un hospital luego de que su casa fue destruida por la noche gracias a un bombardeo, no es tan diferente a la de un pequeño que sale de un concierto abriéndose camino entre heridos y muertos. Entender que la democracia no es la decisión de muchos para que un elegido tome decisiones por nosotros, sino que es el compromiso para que entre todos elijamos lo que es mejor para nuestra sociedad. Y si a esto le agregamos conocimiento, educación y la apertura para conocer las realidades de los demás, quizá algún día las diferencias teológicas e ideológicas dejen de costar miradas de niños que a temprana edad pierden la ilusión que sólo la infancia les podría dar.
Estas son solo algunas imágenes de lo que se vivió en el Manchester Arena.