“Y Dios dijo: “Ama a tu enemigo”, y yo le obedecí y me amé a mí mismo”
Khalil Gibran
Cada vida es un mundo y cada ser humano cuenta su propia historia, así que comencemos, amable lector.
Sentada frente a una de las avenidas emblemáticas de París, degustando de un croque-monsieur, me encontraba aquella tarde. En aquel vaivén de infinitas culturas, colores, razas e ideologías, diversos escenarios como plasmados en una pintura, sencillamente veía la vida pasar. Las horas se iban como agua, los minutos como espuma.
Mientras disfrutaba de un clásico desayuno francés sobre la avenida Champs Elysees observaba imaginando la vida de quienes caminaban sobre la vereda y fue entonces cuando me pregunté, ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar en la búsqueda permanente de la felicidad?
Europeos, asiáticos, latinos, americanos, en fin. Una vorágine verdaderamente placentera y digna de ser admirada. Un estilo imparcial, libre en plena catedral de la moda, toda una pasarela de distintas generaciones, orígenes y clases. Cada cual caminaba con tal rapidez y un singular estado de ánimo tan exacerbado que la respuesta a mi pregunta se encontraba en cada una de esas historias, en la mirada y el andar de quienes frente a mí se paseaban. ¡Claro!, me dije, como acertadamente asegura José María Martínez Selva en su magistral libro titulado “Celos. Claves para comprenderlos y superarlos” la felicidad depende más de cada persona, de su forma de ser y de cómo afronta la vida que de circunstancias externas.
París me demostró que para encontrar la felicidad solo se necesita amarse a uno mismo y valorar la oportunidad de estar vivos. ¿Entonces para qué esperar tanto de los demás sin hacer el mínimo esfuerzo por reencontrarnos en soledad? ¿Por qué desear siempre lo del prójimo cuando no está a nuestro alcance en lugar de disfrutar lo que tenemos y lo que somos? El observar aquel vaivén de infinitas culturas, colores, razas e ideologías, esos diversos escenarios como plasmados en una pintura, me hicieron llegar a una sencilla conclusión, todo llega cuando tiene que llegar, la paciencia, es la madre de toda virtud.
Si esa energía positiva la usásemos en favor de nuestra individualidad el mundo sería distinto, pero no nos vayamos tan lejos, nuestro amado México estaría más vivo, sería mucho más generoso, multicultural y menos caprichoso, pero se nos olvida que a un país lo hacemos todos. Mi estancia en París me hizo darme cuenta de que la genialidad de una ciudad tan hermosa y desarrollada no depende de sus gobernantes o de su historia, la historia la haces tú, la hago yo, depende de nosotros, del amor por la patria y el deseo de inclusión que hacen de la ciudad del amor, el centro mundial del arte, la moda, la gastronomía y la cultura.
J’adore Francia, pero como México, no existe nación alguna.
Claudia Mollinedo
Analista político y conductora de noticias
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