Como si se tratara de un concierto, una Ángeles Mastretta emocionada permitió que la gente le pidiera cuentos para leerlos
Mil jóvenes con Ángeles Mastretta fue uno de esos programas dirigidos a estudiantes al que los adultos quieren colarse sí o sí.
Los encargados de la logística de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) tuvieron que agregar más sillas al auditorio Juan Rulfo, además de las que se dispusieron fuera de este, frente a una pantalla en la que se transmitía de manera simultánea lo que sucedía adentro.
Y, a diferencia de otras sesiones de Mil jóvenes con, en esta ocasión la mesa en el escenario tenía sólo una silla, un micrófono y un personificador con el nombre de la autora de Mujeres de ojos grandes.
La sesión del jueves por la tarde también fue una de las pocas ediciones que contó con la presencia del rector general de la Universidad de Guadalajara, Ricardo Villanueva Lomelí, y en la que la presentación de la protagonista corrió por cuenta de Raúl Padilla López, presidente de la FIL.
Sobra mencionar la cantidad de aplausos con los que fue recibida Mastretta al subir al escenario, quien saludó emocionada a los asistentes y apenas se mantuvo sentada en el asiento que le tenían dispuesto. Cuando se le cedió el micrófono, de inmediato se puso de pie y comenzó con un recuento de la manera en que se veía antes a la literatura escrita por mujeres.
“Antes, la literatura femenina era un ‘entretenimiento de la señora’”, explicó, y añadió que ella, que tenía que ganase la vida, no la entendía de esa manera cuando empezó su camino como autora.
Y luego comenzó a leer uno de sus cuentos. “Este lo escribí hace 30 años y la historia sucede por ahí de los años cuarenta”. Moviendo las manos, como quien actúa o dirige una orquesta, la escritora leyó “La tía Chila” ante la atención completa de su público.
Ella parecía no decidirse entre el micrófono de la mesa —inalámbrico— y el del podio, que ya había elegido como su campo de batalla, así que durante su charla se producía mucho vaivén cuando iba por el primero o lo regresaba a su lugar.
“Escribí Mujeres de ojos grandes hace mucho. Lo leí ayer y me di cuenta de que ya no soy esa persona”, confesó al decir que había preparado la velada para hablar de ese libro en particular.
Y podría decirse que lo contrario sucedió con algunas de sus protagonistas, en particular con la tía Chila. Cuando escribió ese texto en los años ochenta del siglo pasado “parecía que no era necesario.
Escribí ese libro como anticuaria”, mencionando un tiempo muy distinto que no regresaría, “pero resulta que sigue vivo y hay que ser tan valiente como la tía Chila”, aunque, matizó, sí hay un cambio importante: “Sí creo que la tía Chila estaba más sola que las [mujeres] de hoy”, refiriéndose a las manifestaciones que suman a miles de participantes.
“Eso sí: en mi generación, en los setenta, sí hicimos una cosa: coger”, y vivir la libertad que la píldora trajo bajo el brazo.
Como si se tratara de un concierto, permitió que la gente le pidiera cuentos para leerlos. Algunos de ellos ya no estaban tan frescos en su memoria —como el de la tía Fátima—, otros mejor los contaba de memoria, como si se tratara de una anécdota de amigas.
Cantó un par de canciones que aparecen en sus historias, exhortando a los asistentes a acompañarla; habló de su padre —cuya pérdida se le hace presente de vez en vez— y dejó que le preguntaran lo que quisieran, por ejemplo: ¿por qué todas las mujeres de ojos grandes son tías?
“Cuando mi hija, Catalina, casi se muere de pequeña”, contó, “empecé a enloquecer y vi que, en terapia intensiva, todas las madres tenían estampitas de santos”, pero ella no llevaba ninguna imagen a quien pedirle un milagro.
Lo único que tuvo durante esas dos semanas eran las historias de sus tías que hicieron cosas que permitieron que ella estuviera ahí, y luego comenzó a inventarse otras historias que se contaba a ella misma y a su hija, hasta que se recuperó. “El milagro no había sido de Dios, sino de las mujeres de ojos grandes”, remató.
Por fortuna, la presentación estaba programada para durar más de una hora, porque la gente no tenía intenciones de abandonar el auditorio antes de tiempo, y Ángeles Mastretta tampoco.
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