Entonces, ante la imposibilidad de traducir a otros lo que nos significan los libros o la emoción que nos produce leer transformamos esa ebullición personal e íntima en actos concretos a los que podríamos llamar, “actos lectores”.
El primer acto lector, claro está, es leer. Puede parecer una perogrullada, pero hay muchos lectores de aspiración; es decir, gente a quien sí le gustaría leer o bien, entiende que debe leer o que la lectura es algo importante y bueno para quien la realiza, pero que ni por asomo lo harán.
Pretextos, hay muchos, casi todos tienen que ver con el dinero. “Leer no da dinero”, aseveran, “y uno tiene que perseguir la papa”, me han dicho taxistas, ingenieros, amas de casa, vendedores afuera del metro, incluso, maestros. Estos lectores dormidos al menos saben lo que se pierden, aunque no les interese, que los hay peores. Que leer no da dinero está al mismo nivel que el: “es que no tengo tiempo”.
Entonces, hemos hecho el primer acto lector de leer. Y cuando leemos por gusto o emoción se desatan una serie de acciones que tienen como fin construir, para quien lee, su espacio lector. Este espacio está dotado de símbolos, acciones y proyecciones. Cada lector es un continente de guiños y representaciones de la lectura que construyen hacia el interior y hacia el exterior una personalidad.
Este fin de semana, por ejemplo, realicé un segundo acto lector: es decir, compré un libro. No hemos meditado con suficiencia los mecanismos por los cuales compramos tal o cual libro. En mi caso era un artista. Un libro hermoso y doloroso tanto por su hechura como por lo que cuenta. En páginas enfrentadas, por un lado se relata la biografía de un hombre y en la otra aparece una fotografía. Todo normal hasta el momento, pero conforme avanzas la biografía tiene tachaduras y la imagen también, hasta que al final solo queda un par de oraciones que describen al hombre y de la fotografía solo quedan ruinas circulares de distinto color que presumen, hubo ahí un perfil.
El libro me quitó el aliento, aunque ahora mismo no recuerdo el nombre del artista, pero sí que lo escribió para hablar del Alzheimer de su abuelo. Cuando lo pagué le dije a la vendedora: “este libro será muy usado cuando esté en el asilo”.
¿Por qué creo que estaré en el asilo? Tal vez, porque en una lectura rápida de mi vida, vi que eso es una posibilidad y que ese libro me acompañaría y me daría ciertas lecturas de mi mismo y ese entorno.
Tal vez porque, incluso en esa posibilidad, asumí que no renunciaré a lo que sé ahora: que los libros son una redención para nuestras vidas porque nos permiten conectarnos con acaso, lo único verdaderamente sagrado que poseemos: nuestra historia propia.
Y nadie puede mentir al respecto. Y sí, si de alguna forma los libros nos acercan a nuestras verdades, al menos ante el examen final de nuestras vidas podríamos no castigarnos demasiado al recordar.
Entonces, ese sencillo acto lector que cometí: comprar un libro, fue una serie de complejas lecturas de mi vida, como asumo que ocurre con quien compra libros. En esa sencilla y mecánica transacción en una librería o ante un vendedor, realizamos una operación del alma, una radiografía milimétrica de quienes somos y cómo ese libro al unirse a nuestra biblioteca refuerza también la idea de quienes creemos que somos o seremos. Así, no compramos un libro nada más, sino una imagen que tenemos de nosotros.
Y con ese sencillo acto lector, de ciertas maneras, nos redimimos. Con ese sencillo acto lector reafirmamos quienes somos aunque luego no lo volvamos a ver en el caos de nuestros libreros. Y saber quienes somos, reafirmar el yo sin duda, es un leve momento de certidumbre en el caos cotidiano de nuestras vidas.