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La aventura del Poseidón fue, quizá, la película que más me marcó durante la infancia cuando la vi por primera vez en el cine —San Diego, California, diciembre de 1972—. Y digo “por primera vez” porque, para mi generación, los nacidos en 1962, MR. GENE HACKMAN (con mayúsculas, por supuesto) se convirtió en un ícono.
El récord personal lo llevábamos quienes acudimos al cine más de una docena de veces para ver la misma cinta y verlo morir como un verdadero héroe, porque decidió sacrificarse para salvar a los ilusionados sobrevivientes que creyeron en él.
El arrebatado diálogo final que mantiene con nuestro Dios Padre antes de lanzarse al vacío es toda una clase de filosofía, al estilo de Baruch Spinoza, que para un infante de 10 años —como el que ahora teclea— tenía todo el sentido del mundo, de la vida, particularmente de la religión y, especialmente, de la formación marista donde estudiaba la escuela primaria.
Esta semana, que mañana domingo concluye, se fue de este mundo, dejándonos muchas joyas cinematográficas como legado.
Poco después de la cinta mencionada al inicio de estas líneas, se catapultó a la cima, al “top of the world”, como humildemente expresó al recibir el premio Cecil B. DeMille por su trayectoria, tras obtener su primer Óscar por Contacto en Francia.
Años más tarde, consiguió su segundo premio de la Academia por Los imperdonables, un thriller psicológico del antiguo oeste dirigido por el genial CLINT EASTWOOD (también con mayúsculas).
Estos titanes del celuloide quedarán eternamente en nuestros pensamientos y, sobre todo, en nuestros corazones por sus legendarias actuaciones y su memoria fosforescente.
Que descanse en paz el ya inmortal MR. GENE HACKMAN.
Por Carlos Mora Álvarez