Por: Glenn Ernesto Beltrán Padilla
La necesidad de construir una agenda progresista de seguridad pública se ha vuelto el desafío más grande para la izquierda mexicana.
Evidenciado perfectamente con el contraste entre gobernantes internacionales, podemos comparar la reelección de Nayib Bukele en El Salvador con una tasa del 82.66% del voto y el declive radical en popularidad del presidente de Chile, Gabriel Boric, quien a pesar de ganar las elecciones pasadas en una ola de popularidad y optimismo por su juventud y dinamismo ahora cuenta con un rating de desaprobación del 60%.
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Por décadas se ha propagado la idea de que la inseguridad radica del hambre, por eso es que países tradicionalmente progresistas (como es México) han operado con una política de paternalismo gubernamental estableciendo infraestructura social para reducir la brecha de la desigualdad. Sin embargo, la historia moderna de México ha demostrado que las instituciones creadas para brindar bienestar han fracasado en disminuir los índices de criminalidad. Hoy se populariza la teoría de que la inseguridad más bien radica del estatus. Los niños en estado de vulnerabilidad sueñan con ser narcotraficantes, sicarios o lava-dólares, no precisamente para cumplir sus necesidades básicas sino para conseguir el estatus que proporciona una inmensa generación de riqueza con poco esfuerzo y rectitud moral.
Un proyecto investigativo de Jorge Castañeda y Carlos Ominami refiere que la criminalidad representa una perversión del sistema social de la misma manera que los mercados ilícitos representan una perversión del sistema capitalista y los mercados laborales. El proyecto principal de los gobiernos progresistas de fortalecer el estado de bienestar (por medio de instituciones de seguridad social), si bien, una necesidad, no ofrece una respuesta adecuada ante la constante amenaza del crimen organizado y desorganizado.
El estado de bienestar es una amalgama diseñada y desarrollada en el periodo post-guerra compuesto por conceptos interrelacionados como pensiones, educación pública, fondos de vivienda y de desempleo. El problema es que nunca se ha repensado de raíz. No se ha pensado necesario porque no hemos afrontado una crisis de ruptura social tan dramática como las guerras mundiales que dieron lugar a estos órganos domésticos e internacionales. Sin embargo, las políticas públicas que promueven nuestros gobernantes ignoran la guerra contra el narcotráfico que ha desatado tasas de homicidio, secuestro, y extorsión similares a las de países en descomposición. Se ha creado toda una industria en torno a la seguridad privada, paz mental para los pocos que pueden pagarla.
Reconocer la gravedad del problema en el que estamos hundidos es el primer paso para la creación de políticas públicas que fomenten el impulso de este país. Cuando hablamos de seguridad social, pensamos en salud, becas y pensiones, pero olvidamos que la seguridad pública debería ser el eje central de cualquier estrategia de promoción social. En el debate por la candidatura a la presidencia municipal de Tijuana, Alberto Capella fue el único en priorizar alternativas a la seguridad ciudadana sobre propuestas tácitas y sin rumbo: “no podemos preocuparnos por la educación, por la cultura, por lo que le debemos asegurar a las futuras generaciones, porque estamos preocupados por lo principal, que es nuestra vida y nuestra integridad.”
Para poder capitalizar sobre fortalecimientos institucionales como son la creación del IMSS-Bienestar o el Banco del Bienestar, primero lo primero; debemos proveer un Estado de derecho. Necesitamos más y mejores policías, necesitamos más jueces, más centros de detención y un camino más expedito y transparente a la procuración de justicia. Si estamos dispuestos a gastar en mecanismos paternalistas como la distribución indiscriminada de becas y préstamos para viviendas dignas, también debemos gastar en mecanismos de protección que premien el buen-actuar de la misma sociedad que buscamos levantar.