Especialistas financieros coinciden con el Banco Mundial respecto a que la inclusión financiera es la estrategia clave para contribuir a la reducción de la pobreza y las desigualdades, y promover la prosperidad compartida; es con la inclusión financiera como se otorga la capacidad de ahorrar, se favorece el emprendimiento, se aumenta el consumo y las inversiones, y se ayuda a las personas y a las empresas a administrar su dinero a través del acceso y uso de los productos y servicios financieros.
De hecho, el Grupo de los Veinte (G20) –del que México forma parte– reafirmó el compromiso de implementar y promover la inclusión financiera como un elemento facilitador para la consecución de siete Objetivos de Desarrollo Sostenible, de los diecisiete que integran la agenda. Sin embargo, en el mundo, 75 % de las personas en situación de pobreza no tienen cuenta bancaria. En México, los esfuerzos en la implementación de la Política Nacional de Inclusión Financiera para permitir a las familias mexicanas –todas– y a las empresas –todas– el acceso y uso de productos y servicios financieros, no han sido suficientes para reducir la enorme brecha de inclusión financiera. El porcentaje de personas adultas que tienen acceso a una cuenta en alguna institución financiera formal es de tan solo 49.1 %, según datos de la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera (ENIF) 2021; y, aún menor tratándose de mujeres con un 42.6 % y una brecha de género de 13.8 % en favor de los hombres.
La Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) reportó en el Panorama Anual de Inclusión Financiera al cierre de 2021, crecimiento en diversos indicadores básicos de inclusión financiera como en el número de cajeros automáticos instalados en 1.7 %, en la disposición de terminales punto de venta en 5.1 % y en las transacciones y transferencias electrónicas en 20.7 %; mientras que el número de sucursales en el país disminuyó en 4.2 %, con respecto a 2020. Este “crecimiento” tan solo nos alcanza para 1.3 sucursales de la banca comercial, 6.2 cajeros y 158 terminales punto de venta por cada diez mil personas adultas que vivimos en el país. Evidentemente, este crecimiento en infraestructura financiera no se dio en las entidades federativas con un rezago social alto y muy alto, pues allí se concentra el 1 % del total de sucursales, 0.5 % de los cajeros y 0.3% de las terminales punto de venta, distribuidos en el país.
En 2021, creció el número de contratos para cuentas de captación en 3 %, cuyo saldo promedio fue por encima de los 48 mil pesos –unos 2 mil 660 dólares estadounidenses–; esto en un país donde, según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) se registra un ingreso promedio mensual de 23 mil 451 pesos para la clase media y de 12 mil 977 pesos para la clase baja – alrededor de mil 300 y de 715 dólares estadounidenses al mes, respectivamente –. En este contexto, el nivel de acceso al financiamiento empresarial no es suficiente para impulsar el crecimiento económico, menos aún, manteniendo una tendencia a la baja para las pequeñas y medianas empresas desde 2019.
Cuando la inclusión financiera no es para todas y todos, reina la exclusión de un sistema financiero que privilegia la solvencia y la estabilidad económica de quienes tienen más y castiga el desarrollo y el progreso de sectores severamente limitados por la falta de recursos. La exclusión financiera conduce directamente al incremento de los niveles de pobreza en un país, genera crisis económicas. Las desigualdades no son inevitables, son asunto de voluntad política. Urge no solo adoptar políticas firmes para combatir la exclusión y el desarrollo de ecosistemas financieros, sino comprometerse con ellas, vigilar su implementación y operación permanentemente para construir una sociedad más justa.
Dulce Janeth Parra, es economista y consultora de políticas públicas.