#Op-ed
Somos un país, pues, que regala libros. Desde que José Vasconcelos acuñó la estrategia, la generosidad del estado en materia de bibliotecas y programas de lectura ha tenido muchas caras y nombres; pero siempre ha tenido como estrategia obsequiar ejemplares a la población, desde los célebres libros de texto gratuitos hasta las recientes bibliotecas de aula de los gobiernos de Peña Nieto y de Andrés Manuel López Obrador.
¿Y qué libros se regalan? Libros de texto y sí, de literatura. Los libros de textos son incuestionables por su sentido práctico, aunque siempre se ha presentado a debate su contenido, pero los de literatura, en un país que lee en promedio 3.1 libros por persona al año, podría parecer algo descabellado regalar tantos cuando, además, la selección de estos últimos puede aspirar sí, a libros de gran literatura, no necesariamente fáciles de leer, y no siempre atractivos.
Sin cuestionar su calidad, no todos los libros forman lectores, aunque sin menospreciar a ninguno, todos son necesarios. La paradoja de su necesidad, sin embargo, es arbitraria. ¿En qué momento necesitaremos de tener a la mano un ejemplar de La Iliada? Imposible saberlo, como no sabemos a ciencia cierta si Las batallas en el desierto será del gusto de todos -aunque el mito dice que no hay quien caiga rendido ante su historia-, pero lo cierto es que puede resultar, que en algún momento, alguien sienta que la descripción del escudo de Aquiles sea lo que le faltaba a su vida y decida cambiarla por completo para volverse lector, como puede suceder, casi siempre, que los libros no importan, aunque se sepa su valor.
Lo terrible del asunto de regalar libros como estrategia es que por si solos no transforman nada. Montones de bibliotecas se mantienen cerradas con los libros dentro de ellas. O están abiertas, pero en pésimas condiciones, como si el Estado, el mismo que regala libros, también estuviera decidido a abandonar a su suerte a los sitios que los contienen. Recientemente en Nuevo León, una nota del periódico El Norte sacaba a relucir ese abandono que, sin duda, es un mal nacional.
Y lo peor de regalar libros es que, pareciera, que con ese gesto “noble” se cumple con la necesidad y con la foto. Regalo libros para no ocuparme. Regalo libros para olvidarme. ¿Quién puede negar que el Estado ha hecho su trabajo cuando pone a disposición de la comunidad ejemplares recientes y bien impresos de las nuevas aventuras de… (ponga aquí el nombre de su personaje de ficción favorito).
Y, sin embargo, aún el trabajo no está hecho. Sí, se ha plantado una semilla, pero se necesitan de los que nutran esa semilla, que la vean crecer, que la alimenten, que busquen limpiarla de la plaga o de las aves. Y es ahí, donde este país sin duda falla. Y no solo el estado, fallan los padres de familia, fallan los maestros, fallan incluso quienes leen; porque no hemos podido compartir o transmitir la alegría de tener un libro, la emoción de leerlo, el inesperado tesoro de contar con una biblioteca pública.
Los libros y la lectura no deberían ser un acto político, en resumidas cuentas.
Y su peor cara es que así es como se tratan: como una lucha más en el campo del afecto de las masas y las vencidas entre las ideologías que nos aspiran a gobernar. Programas de lectura pasan, funcionarios se toman las fotos, salen de escena. El libro se queda vacío. Y, como es regalado, bueno, pues, se regala a alguien más y, sí tiene suerte, llega a alguien que lee. Y tal vez eso es lo siguiente de lo que deberíamos hablar. ¿Quién es alguien que lee? Y ¿ese que sí lee necesita que le regalen libros?
Antonio Ramos Revillas, director de la Casa del Libro Universitario de la UNAL, multipremiado autor.