Me regalaron un libro. Es un catálogo de una exposición de arte que estuvo en la Pinacoteca de la ciudad. El ejemplar está bien cuidado y tiene las características que por lo general guardan este tipo de publicaciones: de generosas proporciones, papel de buena calidad y acabados en tapa dura con filtro UV, que sirve para darle brillo a ciertos elementos de la tipografía. Es, en suma, un libro de lujo.
Por defecto profesional le calculé el precio y asumí que no debería de bajar de 150 mil pesos. También, por defecto profesional, pensé en cuántos otros libros se pudieron haber hecho por ese precio y me lamenté porque, aunque no habrían sido muchos, al menos hubiera alcanzado para poner de tres a cuatro ejemplares en al menos 500 bibliotecas del estado que, por supuesto, no tiene 500 biblioteca funcionales.
Decidir qué publicar desde la esfera pública tiene muchas variables, tanto o más que las decisiones que se suelen tomar para editar algo desde la visión comercial que impera en buena parte de los grupos editoriales del país. La complejidad estriba, claro, en que se imprimen libros con dinero público -no entraré en la discusión de que es mejor usar esos 150 mil pesos en comprar frijol o semillas para quien más lo necesite, porque somos un país donde el libro también, urge, que sea considerado parte de la canasta básica.
Si la decisión fuera preferir la cantidad sobre la calidad del tipo de impresión, tendríamos también poco respeto por las artes editoriales que tampoco podemos dejar de soslayo. Pero también, si la decisión fuera preferir la calidad sobre la cantidad, tendríamos libros como el que me regalaron, que tendrían poco impacto entre el público porque es difícil para un grueso de la población disfrutar de este tipo de ediciones y más cuando no suelen ir a los museos para educar la mirada ante el arte gráfico, y también porque serían títulos cuyo cada ejemplar sobrepasa hasta por tres veces el costo de la canasta pública.
No parece, entonces, encontrarse un punto medio con facilidad. Alguien podrá decir que se necesitan tanto Mercedes como Twingos, por usar una comparación en boga en nuestros días y tal vez tendría razón.
Sin embargo no deja de causarme un poco de escozor saber que se pueda gastar tanto en un libro de estas caracterísitas y que tendrá una vida acotada: acaso será adorno en oficinas, que alguien mirará distraído mientras esperan que los atiendan y, en el peor de los casos, se mantendrá en bodegas infinitas hasta que alguien decide donarlo, regalarlo o bien, malbaratarlo y, en cualquier caso, ese libro que se editó con profesionalismo, amor y atención, habrá de volverse algo que nunca quiso ser: basura, un estorbo.
Pero también, si editáramos cuatro libros, esos también tienen el potecial de convertirse en lo mismo que lo anterior, porque acaso, lo que necesitamos sentarnos a pensar es que, tal vez no necesitamos tantos libros, sino estrategias bien organizadas para educarnos en saber qué hacer con ellos. Desde la industria comercial lo saben bien: venderlos a cualquier costo; pero, desde la industria pública, hay que pensar qué hacer con los libros, hay que pensar cómo sacar el mejor provecho con ellos como herramienta para un fin de lectura.
En cualquier caso, más que decidir un libro, hay que decidir qué hacer con ellos. Y es ahí donde reside el mayor reto. Tal vez sólo he planteado un problema. Tal vez eso es lo que deberíamos por empezar a despejar.
Antonio Ramos Revillas es un multipremiado escritor y actualmente director de la Casa del Libro Universitario de la Universidad Autónoma de Nuevo León.